DANIELA DELGADO VITERI
Carta abierta al dueño de la librería Sant Jordi - 16 de marzo de 2023
Con una mano en el pecho y la otra en el teclado escribo esta carta. Sí, es incómodo. Sí, es difícil. Pero, ¿de qué otra forma podría escribirla? Mi primera carta de confesión. Una rara y quizás innecesaria confesión.
Una persona sabia diría: “todo es innecesario en esta vida, todo menos una buena confesión”. Esa persona tendría razón, probablemente; pero los sabios y yo nunca pensamos lo mismo: para mí todo es necesidad, siempre.
Es la primera vez que escribo una confesión, así que probablemente cometa muchos errores ya que las confesiones siempre han estado fuera de mi parroquia. No es que no tenga cosas que ocultar, se trata más bien de que mis secretos no tienen interlocutor.
Estimado, usted quizás no me recuerde, pero el 13 de marzo del 2023 fui a la Llibreria Sant Jordi por recomendación de nuestro amigo en común, Nicolás Auger. Nicolás, como buen anfitrión, me había recomendado su librería después de que yo le pidiera por WhatsApp el martes 7 de marzo a las 10:45: -Nico, el jueves voy a visitar tu tierra. ¿Tienes alguna recomendación?
A lo cual Nicolás respondió el domingo 12 a las 00:40: -Librerías, la mejor del mundo: Llibreria Sant Jordi, en la calle Ferrán.
Ese mensaje estuvo acompañado de otras recomendaciones: papas fritas del Sultán, un lugar para desayunar y una calle para caminar.
—Si vas a Sant Jordi intenta hablar con el dueño de cualquier cosa que se te ocurra, vale la pena. Es amigo mío.
Su mensaje claramente había sido bien intencionado pero torpe. Nicolás no sabía que yo no puedo forzar conversaciones, que fingir espontaneidad me genera mucha ansiedad. Y aunque quisiera forzar el encuentro, ¿cómo saber quién es el dueño?.
Además, nunca he podido manejar la responsabilidad de tener información que mi interlocutor no tenga. ¿En qué momento dejarla ir?. Tendría que haber entrado gritando como una loca, acaso?: -Bondia, Nico me ha enviado (!!!), Nico me ha enviado (!!!). La otra opción sería el silencio, pero en el vértigo de la discreción, cada segundo que pasaba parecía ya demasiado tarde para decir que Nico me había enviado. Mis opciones eran limitadas: ser una loca o ser una mentirosa.
Decidí que no sería ninguna de las dos. Decidí que iría a Sant Jordi en la Calle Ferrán pero no hablaría con nadie.
¿Y por qué terminé hablándole entonces? Creo que la culpa la tiene el maestro y Margarita. Sabía que me esperaba un largo viaje en tren y hay ciertas necesidades que se anteponen a cualquier plan.
¿Y por qué seguimos hablando? ¿Por qué? ¡No lo sé! Cada palabra que pronunciaba me llevaba al laberinto de la omisión de la información que irremediablemente desembocaba en mentira. Empecé a transpirar temiendo que llegue el momento que enturbiaría mis días: -Yo tengo un amigo que se fue al norte, Nico, se fue a estudiar comisariado de cine, dijo usted, mirándome directamente a los ojos.
¿Cómo manejar esas palabras yo? ¿Qué opciones tenía yo? ¿Confesar que Nico me había enviado pero que no había encontrado el momento oportuno para soltar la información antes? ¿Confesar que Nico me había dicho que intente hablar con usted? ¿Confesar que mi espontaneidad no era espontánea? Pero sí lo era, sí lo era porque mis planes de ser muda fueron puestos en crisis por nada más que por la pura espontaneidad. ¡Qué injusto todo!
Todo parecía llevarme directo al universo insostenible y nefasto de la mentira blanca. Entonces decidí romper de raíz con esta situación y mentí, mentí con la mentira menos blanca que se me vino a la cabeza: -No lo conozco.
Carta abierta a Delfina Bru - 15 de abril de 2024
Delfina, ¿me podrías recordar cuándo fue la última vez que me contaste la historia de los cuadros perdidos, de Coronel Suárez, del dique, de la roca movediza, de tu gata y del antiguo Egipto?
Y tú me dirás que no está bien hacerle preguntas retóricas a las amigas cercanas.
Y yo te diré que no es una pregunta retórica, que realmente no sé si lo recuerdas.
Todas tus historias he escuchado atenta, todas. Pero de todas, mi favorita siempre ha sido la de la Pampa, la de Tandil.
Y tú me dirás que esa no es una historia…
Todas tus historias las recuerdo, todas. Pero he olvidado el cuándo. Sí, no recuerdo cuándo me las contaste. Es que han pasado muchos años y con el paso del tiempo, las historias que nos acompañan pierden su fecha y se vuelven eternas.
Me olvidé de cuál vino primera y cuál vino segunda. Sí, tampoco sé cuál fue la tercera historia que me contaste. Incluso olvidé la última.
De todas tus historias, mi favorita, la más eterna, la que siempre me ha hecho compañía, ha sido la de la Pampa, la de Tandil.
Y tú me dirás que esa no es una historia… eso es una decisión.
Ciertamente ni la primera ni la última. Eso lo sabemos. Sería imposible. Todo eso pasó cuando ya teníamos algunos años conociéndonos. Cuando vivíamos en el mismo barrio y compartíamos el mismo kiosco en plena crisis de monedas en Buenos Aires—una época dura para las que somos malas en matemáticas.
Qué mala onda que era el kioskero, che.
Sí, era muy mala onda…
Pensábamos que éramos tristes y en realidad éramos tan felices, ¿no?.
Ay, boluda…
Delfina, experta en piedras, lenguaje de señas, literatura e historia de los siglos antes de Cristo. Guardiana de perros, de gatos, de cartas y de caracoles heredados.
La historia de Tandil es como si fuera tu primera historia. Así la siento yo. Como si sólo a partir de ese momento te hubiera empezado a conocer. Como si desde ese momento todas las otras historias fueran consecuencia de esa decisión. Esa decisión a la que yo le llamo una historia, pero que es una decisión.
Delfina en Tandil, 2013.
Carta abierta a Jaqueline - mayo de 2024
Hola Jaqueline,
No sé si te acuerdas de mí. Soy una chica que pasó por tu peluquería, cerca de Embajadores. Perdí tu número. El otro día intenté pasar de nuevo, pero no la encontré. Lo que pasa es que olvidé el nombre de tu calle.
Soy la chica que te pidió que le pintes el pelo de azul en octubre del 2022.
Una chica a la que le dio miedo pintarse toda la cabeza y sólo se tiñó la mitad.
Una chica de Ecuador que te contó la historia esa del bar, del tipo horrible ese…
¿Me recuerdas?
Te conté que ese día, que era un miércoles o un jueves, estaba en un bar al costado de ese sitio simpático de la calle Iñigo en Donosti.
Te dije que estaba con mi amigo, Jorge, caribeño como tú.
Te dije que él andaba de visita y que él siempre ha tenido más resistencia a las cosas que yo.
Te conté que él vive en Nueva York y que está acostumbrado a sentarse en las barras de los bares y hablarle a los desconocidos, así como en las películas sobre Nueva York.
Te conté que yo le seguí el juego y que nos sentamos en la barra.
Entonces, el barman nos empezó a interrogar por ser extranjeros, así como suelen hacer en las ciudades como Donostia. Esas preguntas obvias que sólo ponen en evidencia que la gente anda alerta, buscando la diferencia; y que la oficina de migración se extiende a las escuelas, a los bares y todas las esquinas de una ciudad.
—¿De dónde sois?... Ah, sí, Donosti es una buena ciudad para vivir... Es muy segura y amable, mucho más segura que de donde sois vosotros, claro…
Y yo, que en gran parte me sentí tremendamente ofendida porque este hombre estaba insinuando que esta ciudad, aburrida y monocromática, era mejor que mi Portoviejo querido, le respondí:
—Es una ciudad segura para ti como vasco, pero claramente no es segura para las personas racializadas o los migrantes que son acosados constantemente por la Ertzaintza… como los chicos magrebíes de Tabakalera.
Entonces él se alteró y empezó a decir que se lo merecen. Sí, que se merecen ser acosados por la Ertzaintza por venir acá a quitarles sus casas, sus trabajos y sus mujeres…
Entonces yo me levanté y le dije que no quería seguir escuchando sus comentarios fascistas—palabra que pronuncié con el mismo descuido con el que él pronunció las suyas. Tendría que haber dicho racista o xenófobo, pero me salió esa palabra… me salió esa palabra…
Entonces él saltó de la barra y me acorraló contra la pared. Empezó a dar golpes cerca de mi rostro contra la pared. Uno, dos, tres, quizás cinco. Golpes fuertes que retumbaban y aterrizaban cada vez más cerca de mi nariz.
—A mi nadie me llama fascista. No quiero que tú, ni nadie de tu raza de mierda vuelvan a mi bar.
Jorge distrajo los puños del barman de mi cara, y yo distraje los puños de Jorge de la cara del barman al empujar a mi amigo fuera de ese lugar. Salimos corriendo con culpa, miedo y llanto.
Sí, sentí culpa. Esa culpa sádica del abuso que sugiere que por el simple hecho de existir ya eres culpable. Por no cerrar la boca y complacer a los señores—disculpe señor barman por agitar avisperos. Esa culpa que sugiere que ese conflicto lo generé yo por haberle llevado la contra, por decir que Donosti no es segura si no eres blanca. Por ser una malagradecida con una ciudad que te ha dado trabajo. Porque yo debería bajar la cabeza y soportar que la Ertzaintza abuse de los derechos de las personas en mis narices. Que debería bajar la cabeza y comer mierda porque para eso hemos venido al mundo las personas de mi raza de mierda*.
*Raza: qué palabra tan desconcertante. Creo que nunca entenderé a qué se refieren las personas que se la toman en serio, mucho menos ese barman...
Días después fui a Madrid para comer ceviche, escuchar otros acentos y formas verbales. Todavía me dolía el hombro. Entonces pasé por tu peluquería dispuesta a pintarme el pelo de azul. ¿Por qué? No lo sé. ¿Para llamar la atención? ¿Para destruir mi pelo? No lo sé.
La verdad es que tan sólo quería verme en el espejo y no reconocerme.
Entonces te lo conté todo y tú lo escuchaste todo. Te llenaste de ira. Giraste la silla y acercaste tu rostro al mío. Me empezaste a hablar tan rápido y tan alto que perdiste el control de tu saliva. Yo empecé a reírme porque tu ira me reconfortó y fue la primera vez que me sentí abrazada en demasiado tiempo.
Y tú lo entendiste perfectamente, como sólo lo puede entender una mujer dominicana que migró a España, y que probablemente ha sentido la necesidad de no reconocerse en el espejo más de una vez.
Entonces me dijiste:
—Tú sabes lo que tienes que hacer: te vistes de negro, te cubres el rostro con capucha para que nadie te vea. Agarras un poco de sal y unos ramos de hierba, cualquier hierba, no importa.
Entonces, tú vas por la noche a este bar de mierda. Le dibujas una estrella de cinco puntas en la puerta, y le dejas las hierbas en bultitos alrededor de la estrella…
Si tienes un pedazo de tiza o algo, le pintas otra estrellita en la puerta. Ahí tú puedes ser creativa.
Ese tipo se va a cagar de miedo. Va a pensar que le han hecho brujería…
Porque ese tipo de personas le tienen miedo a todo lo que no entienden…
Te empezaste a reír como una desquiciada y yo escalé mi risa al compás de la tuya.
Nuestras risas en sincro empezaron a sonar como un coro angelical. El más bello de todos, el de la venganza.
Me diste tu whatsapp y me dijiste: —Tú me escribes cuando estés lista para pintarte TODO el pelo de azul.
Ya estoy lista, Jaqueline. Ya estoy lista.